La Semana de Colores by Elena Garro

La Semana de Colores by Elena Garro

autor:Elena Garro [Garro, Elena]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


El duende

A las tres de la tarde el sol se detenía en la mitad del cielo. El silencio podía estallar en cualquier instante y el jardín podía caer roto en mil pedazos. La casa entera estaba quieta. Sólo Rutilio regaba las losetas del corredor. A los pocos instantes, el agua, convertida en vapor, se levantaba de los ladrillos. La valla de helechos que separaba al jardín del corredor no detenía a la ola ardiente que llegaba hasta las habitaciones.

En dos hamacas paralelas Eva y Leli se mecían. El ir y venir de las hamacas columpiaba a la tarde con un ruido de reatas secas. Todos los días a esa hora, la muerte las rondaba: se detenía sobre las ramas y desde allí las miraba.

—Eva, ¿te da miedo morir?

—No, el otro mundo es tan bonito como éste.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo mi abuela Francisca.

Eva lo sabía todo, era distinta, estaba en la casa porque tenía curiosidad por este mundo, pero pertenecía a un orden diferente. Era una aliada poderosa y la única liga que Leli poseía entre este mundo y el mundo tenebroso que la esperaba. “El otro mundo es tan bonito como éste”… Durante un rato la frase la dejó convencida, pero luego, la puerta que la esperaba y que conducía al vacío, volvió a tomar cuerpo. Con su propio pie daría el paso que iba a precipitarla al abismo por el cual iría descendiendo por los siglos de los siglos, con la cabeza hacia abajo, en una caída sin fin dentro del pozo negro que era la muerte. Por ahí caería también su padre, su madre y sus hermanos. Y nunca se encontraría porque todos caerían en diferentes horas. Sólo Eva se quedaría flotando en el jardín, mirando con sus ojos amarillos las cosas que pasaban en la casa.

—¿Estás segura de que el otro mundo es tan bonito como éste?

—Sí, y como no tenemos cuerpo no sudamos.

Era irremediable no tener cuerpo. Elisa decía lo mismo. El sacerdote decía lo mismo. El cuerpo se quedaba acá y no podíamos llevarnos ni un mechoncito de pelo, para recordar de qué color habíamos sido. Miró el cabello dorado de Eva. Cerca de las sienes era muy pálido y con el sudor se le pegaba a la piel y tomaba la forma de plumas muy finas. Eva se estaba mirando las manos contra la luz del sol.

—Adentro de las manos tenemos luz.

Leli recordó el día que jugando con la navaja de su padre se cortó un dedo y la sangre salió a borbotones. Sintió vergüenza al sorprender a Eva en una mentira.

—¡Mentirosa!

—¿Has visto a Nuestro Señor? De cada dedo le sale un rayo de luz. Mis dedos se van a encender un día y me voy a ir en lo oscuro.

Era verdad que Nuestro Señor y los santos echaban luz por los dedos y por la cabeza y que a Eva no le daba miedo lo oscuro. Tampoco le daba miedo columpiarse de las ramas más altas de los árboles.

—¡Te vas a caer! —le gritaba Leli cuando la veía columpiarse de las hojas altísimas de las palmeras.



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